Me desperté sudando y abrí la puerta para dejar correr al viento. El aire entró caliente y me acosté sin sábana esta vez. Gotas de sudor escurrían por mi piel, pero se secaban antes de caer, dejando el residuo pegajoso que plagaba mis noches. A veces me tomaba un vaso de agua con hielo, otras veces rodaba por mi cama, pegándome a lo que me tocaba. Un día, por ejemplo, tuve una calceta pegada a mi espalda dos horas después de despertar.
El techo de mi habitación casi brillaba en la oscuridad. La luz de la luna se reflejaba en mi refrigerador e iluminaba lo blanco sobre mí. Había una telaraña en una de las esquinas, y la araña yacía allí, convertida en un fósil. La había visto de día, y la estaba buscando de noche, a ver si no me caía encima… a ver si no revivía y brincaba sobre mí.
Entonces me puse a llorar. Era un simple lagrimeo. Algunas gotas que salían de mis ojos y caían por los lados de mi cabeza llegaban más lejos que el sudor y mojaban momentáneamente mi cabello.
Selene se había ido semanas antes, y no había querido decirle a mi cama que mi alma se había roto en tres pedazos, y que uno estaba perdido, merodeando por el desierto, empedernido en encontrarla.
Bajo mi colchón estaban guardados, en un baúl vacío, mis recuerdos. Me aburrí de ver el techo y lo abrí. Adentro había tesoros que tenía mucho de no ver. El día que la conocí, hacía más de tres años, en una cita a ciegas que Juan había arreglado. Su cabello estaba liso y denso, y bailaba con su caminar. Lo volví a guardar en el fondo, para que no se pierda, pero también para no verlo tanto.
Arriba, casi desbordándose, mientras reacomodaba los contenidos del baúl, la historia de las hadas y las pequeñas casas que tenían bajo un árbol, en algún bosque de Europa. Me lo había contado porque su abuela se lo había contado, y me quedé pensando en él, con el recuerdo invisible entre mis manos, hasta que me dormí.
Al día siguiente, cuando el sol salió a tostar el suelo y las casas, y a hacer pegajosas las pieles de los habitantes de Bustamante, me percaté de un recuerdo a medias que daba vueltas en mi subconsciente.
Había estado dentro de esas casas. Selene vivía allí. El otro pedazo de mi alma se quedó con ella, en una casita de hongo, haciendo desayunos y jugos de colores vibrantes.
Un gran vacío me tomó entonces, y otra vez lloré.
Partido ahora en tres, abrí la puerta y vislumbré las montañas. Sobre la cresta de una estaba la forma de una tortuga, congelada en el tiempo, y me fui con ella.
Tal vez en un millón de años mi alma sanará y volveré a vivir.